La llamada

La luz tenue de una vela parpadeaba en el cuarto pequeño. El clima caliente parecía mantener todo a una distancia, como si quisiera proteger el habitante acostado en la cama. Nada se movía, nada se escuchaba. Ni el viento entraba por la ventana, abierta de par en par. Sólo la luna esperaba en las afueras, manteniendo la noche bajo control, vigilando al sacerdote sentado junto al joven.

-Tengo miedo.

-No temas -dijo el sacerdote-. Sólo es una transformación hacia algo mejor. Ya veras -Sus ojos arrugados transmitían paz y sabiduría. Detrás de ellos escondía el sentimiento que lo atravesaba desde que se sentó con él, pena.

-¿Me dolerá?

-No, hijo. Tranquilo. Ni te darás cuenta cuando finalmente ocurra.

El sacerdote le lavó la frente con una toalla húmeda. La piel era demasiada blanca, meses sin salir de la casa. Le peinó la cabellera marrón y observó su reflejo en los ojos azules que lo miraban.

Llevaba sentado con él varias horas, escuchándolo entrar y salir de la conciencia. Lo vio llorar, lo escuchó disculparse por tonterías de la juventud -una vez le gritó a su madre, otra vez se robó unos zapatos-, le prometió que esos no eran pecados, le leyó de la Biblia, trató todo para consolarlo.

-No quiero, no quiero morir…

-Morir es bueno, Julián -apretó sus dedos-. Llegarás antes que todos nosotros al paraíso. Te espera el padre de todos, Dios, y te quitará todo el dolor por siempre. Reza, reza y te sentirás mejor.

Julián sudaba con un furor increíble. Sus brazos temblaban, todo le temblaba. Respiraba con un pito penetrante. Los dientes chocaban. Agarraba la sabana con un puño. Tosía algo mojado y lo tragaba inmediatamente. Cuando dormía, su cuerpo lograba descansar un poco, antes de volver a comenzar el temblor nuevamente.

El sacerdote, Manuel, suplicaba que se terminara esto pronto. Le pedía con el alma a Dios que se llevara el muchacho ya, que era demasiado para él soportar. En los arranques de dolor, Manuel escondía su rostro para no ver.

Horas y horas de dolor, de llantos, de súplicas, de preguntas, de oraciones… y sólo necesitó un momento para morir.

El cuerpo quedó quieto, tieso. Los ojos mirando al techo, la boca abierta en un grito que nunca salió. El pito de sus pulmones dejó en su lugar un silencio tétrico. Los dedos, que un segundo atrás apretaban la sabana con tanta fuerza, ahora parecían un esqueleto frágil, parte de una estatua de polvo sin color.

Manuel lentamente le cerró los ojos y sintió una brisa fría llenar el cuarto. La respiró y sintió su cuerpo llenarse de una energía que no podía explicar. El cuarto tenía paz, el silencio era tranquilo. La luz ya no parpadeaba, ahora era constante, tan fuerte brillaba la vela que por un instante dio la impresión de que era de día.

Manuel permaneció sentado por unos minutos. Sus piernas le dolían y se sentía fatigado. Uno más para ti, Señor…

El cuerpo de Julián se torció. Convulsionó por un instante, soltó un grito que rompió con el silencio, con la brisa y con la luz. Manuel miraba el cuerpo con terror. Los dedos de Julián se enroscaron en la sabana. Temblaba y por más que Manuel tratara de sujetarlo, sus extremidades seguían fuera de control. Grito tras grito, Julián terminó en un ataque de tos que lo derribó contra la cama. Manuel lo ayudó a controlarse y le pasó la toalla húmeda por la cara pálida.

-¡Padre! ¡Padre! -gritó Julián.

Manuel le puso las manos sobre el pecho, y le pidió que por favor se tranquilizara.

-¡Padre! ¡Padre! -seguía Julián. Le agarró el cuello al sacerdote y lo acercó a su cara. Manuel sostuvo la mirada fija, sin saber qué decir-. ¡No hay cielo, padre! No hay cielo…

Tenía los ojos irritados, lloraban lágrimas sin razón. Manuel trató de alejarse de las pupilas dilatadas de Julián, círculos enormes, esferas negras que lo consumían.

-¿De qué hablas? ¿Qué te pasa? -contestó Manuel. No podía alejarse-. ¿Cómo que no exis…?

-¡No existe el cielo, Padre! Escúchame… Todo es oscuridad… Todo es negro… Lo vi todo, ¡lo vi!

-¡No te entiendo!

-Cuando morí, padre. Vi lo que nos espera. Estaba solo, frío. Era un lugar negro, sin sonido… ¡era nada! ¡Estaba en la nada! No había luz, ni ángeles, ni Dios, padre… ¡No había Dios!

-¡Imposible! Mientes…

-No podía sentir, ni respirar, no podía hablar aunque gritaba por ayuda. Resé, padre. Resé y resé, quería pedirle a Dios que me sacara de ese sitio, que me llevara con él, pero no podía salir. No podía pensar, no me podía mover... Estaba solo en ese vacío horrible... Hasta que vi una luz, una gota de luz que se me acercaba. Se abrió suave, como una flor y cada vez más cerca. Pensé que era él, padre. Pensé que era Dios… pero estoy aquí…

El agarre de Julián suavizó lo suficiente para que el sacerdote se soltara. No podía creer lo que decía Julián. ¿Cómo era posible? Nada… Lo vio morirse y… ¿No había Dios? Imposible…

-No quiero volver, padre. No quiero volver a morir. Por favor, ¡sálvame!

Manuel ya no escuchaba. No podía creer… Dio la espalda al joven y salió del cuarto. Corrió por los pasillos, dejando atrás los gritos de angustia y las súplicas que retumbaban por las paredes. Tenía que salir. Tenía que respirar aire fresco. Empujó la puerta y por poco cae de rodillas en la tierra. El corazón palpitaba rápido, tan rápido, lo escuchaba, lo sentía…

Corrió en cualquier dirección. No le importaba hacia donde iba. Sólo necesitaba caminar, salir de allí, alejarse. Tenía que pensar. No podía ser. Él sabe que todo es real. Él sabe que Dios es real. Mentiras. Todas esas señales que recibió… ¿Cómo puede ser todo una mentira? ¿Qué señales? ¿El viento, la lluvia, la luz…? Toda su vida…

Llegó a una serie de rieles. Las llamadas de los trenes se escuchaban en la distancia. No puede ser. Tanto tiempo perdido. No puede ser. Imposible. Todo lo que ha estudiado, todo lo que ha visto, ha vivido, cómo puede ser que le mintieron. No podía ser…

Se colocó en el centro del carril. Vio el tren venir. La llamada.

-Te reto…

Y aceptó el golpe.

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